Camino a Santiago
Hay una imagen recreada por Margarita Yourcenar en uno de sus libros que me gusta mucho. Habla de ciertas tribus nómadas del Amazonas en la que los indios, al marcharse de los lugares donde han sido felices, cargan consigo unos manojos de juncos que utilizan en cestería y cuya virtud principal consiste en exhalar, si el tiempo es de lluvia, el olor que fue suyo meses y años atrás, cuando todavía eran verdes y frescos a la orilla de los arroyuelos.
Voy camino a Santiago de Cuba y la hierba mojada del amanecer, la humedad que atraviesa las casas y los perros, el camino y el ganado, el árbol y la carreta del campesino, tienen la virtud de esos juncos que describía Yourcenar. Pasan por mi mente, como en una película hecha con retazos de memoria, momentos de mi vida anudados a la de Fidel y descubro, como todos los cubanos a los que conozco, que no podría llevar el hilo de mi biografía sin su presencia.
Para empezar, oí hablar de él cuando ni siquiera sabía el sentido de las palabras. En Sancti Spíritus, donde nací, la Revolución cambió “todo lo que debió ser cambiado”, como dice Fidel en su famosa definición. Mis padres se conocieron en un trabajo voluntario. Mi hermanos mayores salieron por primera vez de la Villa para estudiar en La Habana, mi abuela y mis tías se matricularon en las Escuelas “Ana Betancourt” y yo aterricé en el Círculo Infantil “Verdes primaveras”, que estaba frente a mi casa y tenía los juguetes y los columpios más primorosos que un niño podría soñar.
Participamos, más que en un cambio dramático del destino familiar, en un movimiento de palpitación que se prolongaría muchísimo más allá del instante en que la Caravana del Ejército Rebelde se detuvo en el Parque Serafín Sánchez y franqueara el puente sobre el río Yayabo.
Iba en brazos de mis padres a las movilizaciones en la agricultura, a las marchas y concentraciones, pero tuve conciencia de lo que era participar políticamente en algo a los cuatro años. Un terremoto había devastado a Perú y en todas las plazas del país se escuchó el discurso del Comandante pronunciado en la Plaza de la Revolución, donde llamaba a donar sangre voluntariamente y preguntaba a cada ciudadano su disposición de compartir con los damnificados una libra de azúcar, de aquellas que adquiríamos por la “libreta” –los alimentos subsidiados que recibían todas las familias en Cuba y que nos salvó de la hambruna que dictaban los documentos oficiales del gobierno de Estados Unidos-. Esa canasta básica incluía cosas que un economista pragmático podría considerar prescindibles, como tres juguetes al año para cada niño y el chocolate “Pionero”, que tanto me gustaba. En el Parque Serafín Sánchez, por donde ayer pasó la Caravana que lleva las cenizas de Fidel, me veo niña levantando la mano ante la petición del líder que suena por los altavoces y, a partir de ahí, ya tuve cierta conciencia de que yo formaba parte de algo más grande que los límites conocidos de mi propia familia.
Mientras desfilan los árboles y los postes del tendido eléctrico en los bordes de la Carretera Central, por donde vamos ahora, hay una procesión de recuerdos en paralelo que me llevan de la adolescencia a este punto en el camino a Santiago. Reconozco que no hay un solo hecho trascendente en mi vida personal que no esté anclado a un proyecto, un discurso, una marcha, una comparecencia por la televisión o una llamada teléfonica de, o a nombre de, Fidel. El ejercicio del periodismo, que nos convierte en testigo de muchas cosas –algunas no deseadas como este funeral-, ha significado para mi generación profesional la posibilidad de verlo, de tocar su mano, de reconocer sus diferentes tonos de voz, desde el exaltado hasta el susurro, pero la cercanía física con los periodistas no era otra cosa que una vía para acortar la distancia con el pueblo, una categoría sin fronteras geográficas y una vocación a la que él le dedicó cada minuto de su existencia. Por el pueblo -sea este el de una Villa como la mía o un continente- había que intentarlo y construirlo todo de nuevo si era preciso, nos dijo una vez. Con gente así cualquiera siente que la fraternidad es posible, que los hombres pueden volver a ser los niños que han sido y que no solo nuestro jardín, sino este planeta, puede tornarse en una casa habitable para todos los que respiramos en él.
Solo eso explica las multitudes adoloridas que estamos viendo, las lágrimas y las reacciones al paso de la caravana con la urna que guardan sus restos. Ahora mismo, mientras escribo, pasamos por Jatibonico y desde la ventana del ómnibus veo las imágenes repetidas de Fidel, las banderas colgadas en los portales, crespones negros en los árboles, transeúntes silenciosos. Hace unas horas que pasó el cortejo fúnebre y lo que nos dice este paisaje todavía en duelo es que ese pueblo ancho del que les hablo, esa patria martiana que es sinónimo de humanidad, percibió perfectamente que él amaba al prójimo más que a sí mismo, con lo cual superó el más difícil de los mandamientos cristianos. Y la gente diversa y humildísima de Cuba y del mundo ha reaccionado en consecuencia.
Como pasa con el olor de los juncos que guarda la memoria de aquellas tribus del Amazonas, este entorno activa en mi recuerdo el 25 de diciembre de 2010, durante una visita que hice a su casa en compañía de un invitado suyo, José Pertierra. En la salita minúscula que ha fotografiado tantas veces Alex Castro, el tema principal era la epidemia de cólera que hacía estragos en Haití. Fidel se comunicaba de tanto en tanto con la brigada médica cubana, en particular con un grupo de graduados de la Escuela Latinoamericana de Medicina, que recorría zonas a donde no había llegado ninguna expedición sanitaria y que llevaba a cuestas un hospital de campaña.
El Comandante hacía todo tipo de preguntas sobre los habitantes del lugar: quiénes vivían allí, qué enfermedades padecían, si tenían alguna instrucción, que comían, cuántos niños, ancianos, mujeres embarazadas; si el río tal o más cual era caudaloso, qué vegetación, qué temperatura, cómo afectó el terremoto del año anterior… La brigada llevaba poco tiempo, pero era evidente que se había preparado para el duelo con un curioso insaciable. El teléfono tenía el altavoz activado y seguíamos el hilo de la conversación, en presencia de Dalia, la esposa de Fidel. En lo que parecía ser el cierre del diálogo, él quiso saludar, uno por uno, a los integrantes de la brigada y comenzó otra ronda de preguntas. Escuchamos varios acentos latinoamericanos que hablaban de su familia, el pueblo donde nacieron, los sueños de regresar a trabajar a su país. Entonces aparece una nueva voz, notablemente emocionada: “¿De dónde eres, mijo?” De Bolivia, responde el muchacho tras una pausa larga: “De Valle Grande, Comandante. De La Higuera… donde mataron al Che…” A partir de ese momento no pudo pronunciar más palabras.
Nunca olvidaré la expresión en la cara de Fidel, un gesto entre la incredulidad y la gratitud, como si un milagro de ese calibre –un médico de La Higuera formado en Cuba y salvando vidas en Haití, exactamente como habría querido el Che– se lo debiéramos a otra persona que no fuera a él mismo.